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Un clásico de la literatura, finalmente en español

Un libro de extraordinario interés general, gran valor histórico y considerable mérito literario.

-South China Morning Post

Sinopsis

La hija del samurái ofrece un elegante relato de un mundo que prácticamente había desaparecido cuando Etsu Inagaki Sugimoto puso la pluma sobre el papel. En sus cautivadoras memorias, la autora relata su infancia en la helada región japonesa de Nagaoka, donde crece en el seno de una familia samurái de alto rango tras la Restauración Meiji, que despojó a esta élite de muchos de sus privilegios.

Aunque estaba destinada a ser una sacerdotisa budista, a los doce años se compromete por acuerdo familiar con un comerciante japonés de Cincinnati. Para prepararse para su nueva vida en Estados Unidos, Etsu asiste unos años a una escuela metodista en Tokio, donde estudia inglés. En 1898 sube a un barco y abandona la única tierra que ha conocido.

Emisaria de su cultura nativa, aunque fascinada por las costumbres americanas, la autora observa con agudeza los dos mundos que habita. Sus profundas, conmovedoras y a veces irónicas percepciones siguen resonando con autenticidad y perspicacia hasta nuestros días.

LA AUTORA

Etsu Inagaki Sugimoto (1874-1950) fue una autobiógrafa y novelista japonesa americana.

Empezó a escribir sobre Japón en los periódicos locales de Cincinnati y luego en una serie de artículos para la revista Asia, que más tarde se publicaron en forma de libro con el título de A Daughter of the Samurai (1925).

El libro se convirtió en un bestseller internacional. La Sra. Sugimoto siguió publicando y finalmente se trasladó a Nueva York, donde enseñó lengua y cultura japonesas en la Universidad de Columbia durante unos años, antes de volver a Japón, donde pasó el resto de sus días.

Reseñas de Amazon, de las ediciones de este libro en inglés.

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INTRODUCCIÓN

 

Nueva York, 1925

 

Hay muchas aventuras felices para quienes trabajan en el extraño mundo de la tinta impresa y, en un afortunado momento de inspiración, hace varios años pedí a la señora Sugimoto que escribiera, para mi columna en un periódico de Filadelfia, algunos recuerdos de su infancia en Japón. La historia del perro Shiro, cuya prosperidad en una vida futura puso en peligro al regalarle su propio cojín, la tristeza infantil por su pelo rizado, su confusión cuando descubrió que las mujeres americanas en realidad no vestían con más modestia que las japonesas… Esos y otros episodios encantadores, que se publicaron por primera vez en ese diario poco a poco, dieron lugar a este hermoso y emocionante libro. Es un honor que la señora Sugimoto me pida que diga aquí unas palabras de presentación. Solo desearía saber cómo hacerla lo bastante ceremoniosa. Porque la sugerencia que subyace en su texto es, tal vez, que la vida en sus momentos más elevados es una especie de ceremonia en honor de los dioses desconocidos. «Los párpados de un samurái», nos dice la señora Sugimoto, «no conocen la humedad». Pero a los «bárbaros rojos», que no han aprendido el viejo arte estoico, se les puede perdonar si de vez en cuando sienten, entre los tiernos párrafos de esta obra, ese peligroso pinchazo que transmite la gran verdad.

Qué libro tan hermoso es y cuánto tiene para enseñarnos. Tengo la secreta idea de que continuará durante años y años haciendo amigos para sí mismo y para la valiente mujer que lo escribió, y también —esto la complacería más— amigos para Japón. ¿No es perfecto para que lo lean los niños? No conozco ninguna colección de cuentos de hadas más fascinante. Y también para los padres. ¿No es el más sutil tratado de educación? Por el puro arte y el humor y la sencillez de la narración, ¿dónde hay una historia corta más encantadora que la del señor Toda? Un gran escritor estadounidense, que en muchas cosas estaba lo más alejado posible de los antiguos códigos samuráis, Walt Whitman, dijo: «En cuanto las historias se cuentan correctamente, ya no hay necesidad de romances». Pues este libro es una historia bien contada. Algunos pueden pensar que la señora Sugimoto ha sido incluso demasiado generosa con la América que la adoptó. Pero ella vino a nosotros como Conrad a los ingleses, y si la pequeña Etsu-bo, la bien amada chicazo de los inviernos nevados en Echigo, encuentra la belleza en nuestras extrañas y violentas maneras, solo podemos estar agradecidos.

Entre sus delicadas y significativas anécdotas, cada una de las cuales es una joya de pensamiento y sentimiento artísticos, nos habla de su hermana, cuyo prometido tenía una flor de ciruelo como blasón familiar, por lo que la joven debía rendir especial honor a esa planta y ni siquiera podía comer mermelada de esta fruta, lo que sería una falta de respeto al emblema de su futuro marido. Del mismo modo, siento que no debo escribir demasiado sobre la señora Sugimoto: como la honro mucho, hacerlo aquí con profusión sería una falta de respeto a su hermoso libro. Solo puedo decir que esta historia de una infancia en Japón y de la valiente niña que encontró una semilla de libertad agitándose en su corazón me parece uno de esos raros triunfos en los que dos mundos diferentes se hablan de manera abierta y ambos se benefician.

Uno de mis recuerdos más agradables es el de una vez que la señora Sugimoto, con su vestimenta japonesa, acompañada, como debe una gran dama, por su hija y una compañera querida, vino al centro de la ciudad en un día caluroso para visitarme en la oficina de un periódico de Nueva York. Sintió, aunque seguramente con demasiada generosidad, que yo había intentado ser cortés y esto requería, por su parte, un gesto de agradecimiento. Nunca lo he olvidado: su alegre figura, encantadora como un pájaro o una flor en su vívida túnica, iluminando durante unos minutos aquel lugar ajetreado y ruidoso. Dudo en conjeturar lo que la expedición le pudo costar en cansancio, alarma o angustias secretas. Solo una persona valiente y de mente grande se habría aventurado a hacerlo. Que ella tiene las dos cosas y que es una verdadera hija de samurái no lo dudará ningún lector. Supongo que algunos de sus marciales antepasados se asustarían al ver que pone sus pensamientos privados por escrito para que todo el mundo los vea. Entonces sí que sellarían con papel los santuarios y habría un silencio horrorizado. Pero fue ese viejo, duro y feudal código el que le dio fuerza para romper las formalidades cuando lo consideró necesario. Nos ha dado aquí una imagen única de la exquisita complejidad y belleza de toda la vida humana. Es una gran maestra, y yo no me atrevería ni siquiera a pisar su sombra.

Christopher Morley

 

 

 

1

 LOS INVIERNOS EN ECHIGO

 

Los extranjeros suelen llamar a Japón «la tierra del sol y de los cerezos en flor». Esto se debe a que los turistas acostumbran a visitar solo las partes oriental y meridional del país, donde el clima es suave durante todo el año. En la costa noroeste, la nieve suele cubrirla desde diciembre hasta marzo o abril y los inviernos son largos.

En la provincia de Echigo, donde yo vivía, estos solían comenzar con una fuerte nevada que caía rápida y constante hasta que solo se veían las gruesas y redondas cumbreras de nuestros tejados de paja. Entonces llegaban grupos de trabajadores con esterillas sobre los hombros, amplios sombreros tejidos que parecían paraguas y grandes palas de madera y excavaban túneles de un lado a otro de la calle. La nieve la cubría durante toda la estación. Se amontonaba en una enorme pila que sobresalía por encima de los tejados de las casas. Los peones cortaban escalones, pues se llevaban la nieve a intervalos durante todo el invierno, y los niños solíamos subir y correr por la parte superior. Jugábamos allí a muchas cosas, a veces fingiendo que éramos caballeros que rescataban una aldea nevada o feroces bandidos que la atacaban.

Pero, para nosotros, la época anterior era más emocionante aún, cuando todo el pueblo se preparaba para el frío. Esto duraba varias semanas, y cuando íbamos y veníamos de la escuela, nos deteníamos a observar a los obreros que envolvían las estatuas y los pequeños santuarios de las calles con su ropa de invierno hecha de paja de arroz. Los faroles de piedra y todos los árboles y arbustos de nuestros jardines se liaban en ella, e incluso las paredes exteriores de los templos se protegían con esterillas sujetas con tiras de bambú o con inmensas redes hechas con cuerda. Cada día las calles presentaban un nuevo aspecto, y para cuando los grandes leones tallados en las escaleras de los templos estaban cubiertos, éramos una ciudad de grotescas carpas de paja de todas las formas y tamaños a la espera de la nieve que nos enterraría durante tres o cuatro meses.

La mayoría de las casas grandes tenían techados de paja con amplios aleros y las tiendas contaban con cubiertas de tejas lastradas con piedras para evitar avalanchas cuando empezara el deshielo en primavera. Así, una cubierta permanente se extendía por encima de todas las aceras, que durante el invierno quedaban cerradas por tablones y algún panel ocasional de papel aceitado, lo que las convertía en largos pasillos; gracias a ellos podíamos recorrer toda la ciudad en el tiempo más tormentoso, totalmente protegidos de los elementos. Estos pasillos eran sombríos pero no oscuros, ya que la luz brilla bastante a través de la nieve, e incluso en las esquinas de las calles, donde cruzábamos por los túneles abiertos en ella, había suficiente iluminación para que pudiéramos leer caracteres de buen tamaño. Muchas veces, al volver de la escuela, leía mis lecciones allí, fingiendo que era uno de los antiguos sabios que estudiaban en esa luz.

Echigo, que significa «Detrás de las montañas», está tan aislado del resto de Japón por la larga cordillera de Kiso que, durante los primeros tiempos feudales, el gobierno lo consideraba solo un gélido puesto de avanzada adecuado como lugar de exilio para infractores con una posición o influencia demasiado fuertes como para ser tratados como criminales. A esta clase pertenecían los reformistas. En aquellos días, Japón tenía poca tolerancia con las reformas, tanto en política como en religión, y un pensador de la corte demasiado progresista o un monje de mente abierta eran tachados de nocivos y enviados a algún lugar desolado donde sus ambiciones quedarían aplastadas de manera permanente. La mayoría de los infractores políticos que eran desterrados a Echigo llenaban las tumbas del pequeño cementerio situado más allá del campo de ejecución o se perdían en algún hogar sencillo entre los campesinos. Nuestra literatura contiene muchas historias tristes sobre algún joven rico y con título que, disfrazado de peregrino, vaga por las aldeas de Echigo en busca de su padre perdido.

A los reformadores religiosos les fue mejor, ya que, por lo general, se dedicaron a trabajar de forma silenciosa e inofensiva entre el pueblo. Algunos fundadores de nuevas sectas budistas, exiliados de por vida, eran hombres de gran capacidad, y de manera gradual sus creencias se extendieron tanto que Echigo llegó a ser conocido en todo Japón como el baluarte del budismo reformado. Desde mi más tierna infancia conocía las historias de los sacerdotes y acostumbraba a ver imágenes talladas en las rocas o figuras esculpidas en las cuevas de las laderas de las montañas, obra de las incansables manos de aquellos monjes de antaño.

Mi casa se encontraba en la antigua ciudad castillo de Nagaoka. Nuestro hogar lo formaban Padre y Madre, la Honorable Abuela, mi hermano, mi hermana y yo. También estaban Jiya, el criado principal de mi padre, y mi niñera Ishi, además de Kin y Toshi. Otros viejos sirvientes iban y venían en ocasiones. Tenía hermanas casadas, todas en lugares lejanos, excepto la mayor, que vivía a medio día en jinrikisha de Nagaoka. Venía de vez en cuando a visitarnos, y a veces me iba con ella a pasar varios días en su gran casa de campo con techo de paja que había sido, en tiempos antiguos, la fortaleza de tres montañas. Las familias de samuráis solían casarse con la clase de los granjeros, que era la siguiente en rango a la militar, y muy respetada, pues «quien posee aldeas de arroz tiene la vida de la nación en sus manos».

Vivíamos en las afueras del pueblo, en una enorme casa que se ampliaba de vez en cuando desde que yo tenía uso de razón. Como resultado, el pesado tejado de paja se hundía en las uniones de los hastiales, las paredes de yeso tenían muchos abultamientos y remiendos y las numerosas habitaciones de diversos tamaños estaban conectadas por pasillos estrechos que giraban de la manera más inesperada. Rodeándola, pero a cierta distancia, había un alto muro de rocas rematado con una valla baja y sólida de madera. La sobrepuerta tenía las esquinas inclinadas y parches de musgo en la paja seca. Estaba sostenida por inmensos postes entre los que se abrían las puertas con bisagras de hierro ornamentales que llegaban hasta la mitad de los pesados tablones. A cada lado se extendía una corta pared de yeso en la que había una larga y estrecha ventana con barrotes de madera. Los portones estaban siempre abiertos durante el día, pero si por la noche se escuchaban golpes y la llamada «¡Tano-mo-o! ¡Tano-mo-o!» («¡Pido entrar!»), incluso con la conocida voz de un vecino, Jiya era tan fiel a la antigua costumbre que siempre corría a mirar por una de estas ventanas antes de abrir al visitante.

Desde allí hasta la casa había un camino de piedras grandes y desiguales, en cuyas amplias grietas crecían las primeras flores extranjeras que vi en mi vida: plantitas de tallo corto y cabeza redonda que Jiya llamaba «botones de gigante». Alguien le había dado las semillas y, como consideraba que ninguna flor extranjera merecía la dignidad de un lugar en el jardín, las sembró con astucia donde las pisarían nuestros irrespetuosos pies. Pero eran plantas resistentes y crecían tan exuberantes como el musgo.

El hecho de que nuestra casa fuera tan improvisada fue el resultado de una de las tragedias de la Restauración Meiji. La provincia de Echigo era una de las que había creído en el gobierno dual. Para nuestro pueblo, el emperador era demasiado sagrado como para ocuparse de la guerra, o incluso de los molestos asuntos civiles, por lo que luchó para mantener el poder del shogun al que, durante generaciones, sus antepasados habían sido leales. En aquella época, Padre era karo o primer consejero del daimiato de Nagaoka, un cargo que ocupaba desde la edad de siete años, cuando la repentina muerte de mi abuelo lo dejó vacante. Debido a ciertas circunstancias inusuales, Padre era el único ejecutivo en el poder, y así fue como durante las guerras de la Restauración tuvo la responsabilidad y los deberes del cargo de daimio.

En el momento más amargo que conoció Nagaoka, Echigo se encontró en el bando derrotado. Cuando Madre se enteró de que la causa de su marido estaba perdida y que este había sido hecho prisionero, envió a su familia a un lugar seguro, y luego, para evitar que la mansión cayera en manos del enemigo, le prendió fuego ella misma y desde la ladera de la montaña la vio arder hasta los cimientos.

Cuando pasaron los días tormentosos de la guerra y Padre se vio al fin libre de la jefatura que le habían encomendado hasta que se estabilizara el gobierno central, reunió los restos de su hacienda familiar y, después de compartirlos con sus feudatarios, ahora «pescadores en tierra», construyó una casa provisional en el lugar de su antigua mansión. A continuación, plantó árboles de morera en unas cuantas hectáreas de tierra cercanas y se enorgulleció de haber nivelado su rango a la clase de granjero. Los hombres de la casta samurái no sabían nada de negocios. Siempre se había considerado una vergüenza para ellos manejar dinero, así que la gestión de todos los asuntos comerciales se dejaba en manos del fiel pero del todo inexperto Jiya mientras mi padre se dedicaba a la lectura, a los recuerdos y a introducir ideas poco recomendables de reforma progresista a sus vecinos menos avanzados.

Sin embargo, él se aferró a una extravagancia. El viaje formal de una vez cada dos años a la capital que, antes de la Restauración, la ley exigía a los hombres de su posición se cambiaba ahora por uno anual informal que él llamaba, riendo, la «ventana hacia los días de crecimiento». El nombre era de lo más apropiado, ya que esta expedición de Padre permitía a toda su familia tener una visión lejana del progreso de Japón. Además de las maravillosas fotos del mundo, también nos traía regalos de cosas extrañas y desconocidas: baratijas para los criados, juguetes para los niños, artículos de casa útiles para Madre y, a menudo, cosas raras importadas para la Muy Honorable Abuela.

Jiya siempre acompañaba a Padre en estos viajes y, en calidad de gerente de negocios, entraba en contacto con comerciantes y escuchaba muchas historias sobre los métodos de los extranjeros para tratar con los japoneses. Todo el mundo reconocía la vivacidad de ese sistema comercial y, aunque a menudo era desastroso para nosotros, despertaba la admiración y el deseo de imitarlo. Nunca existió un alma más honesta que Jiya, pero, en su empeño en ser leal a los intereses de su muy querido amo, una vez metió el nombre de nuestra familia en una maraña de desgracias que requirió meses y mucho dinero para enderezarla. De hecho, dudo que ninguna de las partes llegara a entender claramente el asunto. Sé que fue un doloroso recuerdo para Jiya mientras vivió. Sucedió de la siguiente manera.

Jiya conoció a un japonés que, como agente de un extranjero, compraba tarjetas de huevos de gusanos de seda en todos los pueblos de los alrededores. Estas se preparaban pintando, con una tinta especial, el nombre o el blasón del propietario. Luego las colocaban debajo de las mariposas, que ponían en ellas miles de pequeños huevos en forma de semilla. Al final, se clasificaban y se vendían a los comerciantes.

Este agente, que era un hombre muy rico, le dijo a Jiya que, si se sustituían los huevos por semillas de mostaza, las tarjetas se venderían con un beneficio que haría rico a su amo.

El agente le explicó que se trataba de un método comercial venido de fuera y adoptado, ahora, por los mercaderes de Yokohama. Se lo conocía como «la nueva forma de hacer fuerte al país para que el bárbaro altanero ya no pudiera vencer a los hijos de Japón en el comercio».

Como las moreras de Padre proporcionaban alimento a muchos de los gusanos de seda de las aldeas cercanas, su nombre era prestigioso para que el agente lo utilizara, y el pobre Jiya, encantado de hacer negocios de la nueva e inteligente manera, fue un instrumento dispuesto. El agente preparó las tarjetas por valor de cientos de yenes, todas ellas marcadas con el blasón de Padre. Probablemente, se embolsó todo el dinero; en cualquier caso, la primera vez que supimos del asunto fue cuando un hombre extranjero, muy alto y con la cara roja, vestido con extrañas ropas de tubo, vino para ver a Padre. ¡Qué bien recuerdo aquel importante día! Mi hermana y yo, con las puntas de los dedos humedecidas, abrimos unos agujeritos en las puertas de papel para espiar al maravilloso desconocido. Sabíamos que era algo maleducado y de baja categoría, pero era la oportunidad de nuestra vida.

No tengo ninguna razón para pensar que el extranjero tuviera alguna culpa y, posiblemente —posiblemente— el agente también creyó que solo competía en astucia con el forastero. Muchas cosas se malinterpretaron en aquellos extraños días. Por supuesto, Padre, que no había sabido nada en absoluto de la transacción, pagó el precio e hizo honor a su nombre, pero dudo que llegara a entender lo que significaba todo aquello. Este fue uno de los muchos intentos bien intencionados realizados en esos días por vasallos de mente simple, cuyos leales y torpes corazones estaban más llenos de amor que de sabiduría.

En las largas tardes de invierno me gustaba mucho escabullirme a la sala de los criados para ver el trabajo que allí hacían y escuchar historias. Una tarde, cuando tenía unos siete años, me apresuraba a recorrer el zigzagueante porche que conducía a esa parte de la casa cuando oí voces que se mezclaban con los golpes de la suave nieve que lanzaban desde el tejado. No era habitual que lo limpiaran al anochecer, pero Jiya estaba allá arriba discutiendo con el capataz e insistiendo en que debía hacerse esa noche.

—Al ritmo que cae la nieve —le oí decir—, aplastará el tejado antes de la mañana.

Uno de los peones murmuró algo sobre la hora del servicio en el templo, y oí el sordo tañido de su campana. Sin embargo, Jiya se salió con la suya y los hombres continuaron su labor. Me sorprendió la audacia del obrero que se había aventurado a cuestionar sus órdenes. Para mi mente infantil, Jiya era una persona extraordinaria que siempre tenía razón y cuya palabra era ley. Pero, con todo mi respeto por su sabiduría, lo amaba de corazón y con motivo, porque nunca estaba demasiado ocupado para trenzar un muñeco de paja para mí o para contarme un cuento mientras yo me sentaba en una piedra del jardín a verlo trabajar.

La sala de los criados era una habitación muy grande. Una mitad del suelo de tablas tenía esteras de paja esparcidas aquí y allá. Era la parte donde hilaban, molían el arroz y hacían las diversas tareas de la cocina. La otra mitad, en la que se llevaba a cabo el trabajo tosco o desordenado, era de arcilla dura. En el centro estaba el fogón, una gran caja forrada de adobe hundida en el suelo, con un cesto de leña al lado. De una viga en lo alto colgaba una cadena de la que pendían varios utensilios utilizados para guisar. El humo salía por una abertura en el centro del techo sobre la que había un tejadillo adicional para evitar la lluvia.

Cuando entré, el aire se llenó del bullicio habitual mezclado con charlas y risas. En un rincón había una criada moliendo arroz para las empanadillas del día siguiente, otra confeccionaba paños acolchados para fregar con un viejo kimono, dos más sacudían una cesta poco profunda para separar las judías oscuras de las blancas y algo apartada de las demás estaba sentada Ishi haciendo girar su rueca con un palito.

Hubo un susurro de bienvenida para mí, pues a todos los criados les gustaba la visita de Etsu-bo-sama, como me llamaban. Uno se apresuró a traerme un cojín y otro arrojó un puñado de cáscaras de castañas secas sobre el fuego. Me encantaban los tintes cambiantes de las brasas de las cáscaras de castañas, y me detuve un momento a observarlas.

—¡Ven aquí, Etsu-bo-sama! —llamó una voz suave.

Era Ishi. Se había trasladado a la estera, dejando su cojín para mí. Sabía que me gustaba hacer girar la rueca, así que me puso la bola de algodón en la mano, sosteniéndola con seguridad. Todavía puedo sentir el suave tirón del hilo que se deslizaba entre mis dedos mientras hacía girar la gran rueda. Me temo que hilé una hebra muy desigual, y probablemente fue una suerte para su trabajo que mi atención fuera pronto atraída por la entrada de Jiya. Tiró de una estera hacia el lado de arcilla y en un momento se sentó con el pie estirado, sujetando entre los dedos un extremo de la cuerda de paja de arroz que estaba retorciendo.

—Jiya-san —le dijo Ishi—, tenemos una invitada de honor.

Él levantó la vista y, con una graciosa reverencia sobre su cuerda estirada, señaló sonriente un par de botitas de paja trenzada que colgaban de otra.

—¡Ah! —grité, saltando y corriendo por el suelo de arcilla hacia él—, ¿son mis botas de nieve? ¿Las has terminado?

—Sí, Etsu-bo-sama —respondió, y las puso en mis manos—, y las he terminado justo a tiempo. Esta va a ser la nieve más profunda que hemos tenido este año. Cuando vayas a la escuela mañana puedes tomar un atajo sobre los arroyos y los campos, porque no habrá caminos en ninguna parte.

Como siempre, la predicción de Jiya fue acertada. Sin nuestras botas las niñas no habríamos podido ir al colegio. Además, su insistencia con los trabajadores nos había salvado el techo, pues al amanecer metro y medio más de nieve llenaba los senderos cortados y se acumulaba sobre la gran montaña blanca de la calle.

 

 

2

 PELO RIZADO

 

Un día los sirvientes regresaron del servicio del templo hablando con cierta excitación sobre un incendio en Kioto que había destruido el gran Hongwanji. Como este era el templo principal de Shin, la secta más popular entre las masas, el interés por su reconstrucción se había extendido y se enviaban donativos desde todas partes del Imperio. Los exiliados budistas de antaño habían dejado su impronta en Echigo hasta tal punto que pronto superó a todas las demás provincias en cuanto a su afán de donación, y Nagaoka era el centro mismo del entusiasmo.

El primer y el decimoquinto día de cada mes, al ser festivos para los trabajadores, eran los momentos favoritos para la colecta; como nuestros regalos eran en su mayoría productos locales, era interesante observar a la gente que se agolpaba en las calles. Además de nuestros vecinos, que llevaban cada uno un cesto o un fardo, llegaban grupos procedentes de las montañas y de los pueblos cercanos. Había hombres cargados con manojos de cáñamo y cuerdas o con haces de cañas de bambú, cuyos largos extremos arrastraban por el suelo mientras caminaban; mujeres de las aldeas tejedoras, cargadas con madejas de seda o algodón, y campesinos que tiraban de largos carros llenos de fardos de los cinco granos —arroz, maíz, trigo, avena y alubias— con sus esposas (a menudo con un bebé a la espalda) empujando detrás. Todos estos regalos los llevaban a un gran edificio construido a propósito para ellos, y cada día la colección aumentaba.

En una ocasión, Ishi y yo estábamos de pie en nuestro gran portal, viendo pasar a la gente. Me di cuenta de que casi todas las mujeres llevaban la cabeza envuelta en el pañuelo azul y blanco que usan las sirvientas cuando limpian el polvo o trabajan en la cocina.

—¿Por qué todo el mundo lleva tenugui en la calle? —pregunté.

—Esas mujeres se han cortado el pelo, Etsu-bo-sama —respondió Ishi.

—¿Son todas viudas? —pregunté asombrada, pues era costumbre que se cortaran el pelo a la altura del cuello y enterraran la mitad con su marido y conservaran el resto hasta su propia muerte.

Pensé que nunca había visto tantas viudas en mi vida, pero pronto supe que esas mujeres se habían cortado la mayor parte del cabello para trenzarlo en una larga cuerda que se utilizaría para elevar la enorme viga central del nuevo templo. Nuestras propias sirvientas se habían cortado grandes mechones de la cabeza, pero, con un entusiasmo más moderado que el de la clase campesina, habían conservado lo suficiente para llevarlo de manera que cubriera sus coronillas calvas. Una de las criadas, sin embargo, en su fervor religioso, se había emocionado tanto que tuvo que posponer su matrimonio durante tres años, pues ninguna chica podía casarse con el pelo corto. Ningún hombre de aquella época sería lo suficientemente valiente como para arriesgarse al mal presagio de tomar una esposa con el pelo de una viuda.

Nuestra familia no pertenecía a la secta budista Shin, pero todas las mujeres, fueran de la secta que fueran, querían participar en la sagrada causa, así que cada una de nosotras añadía unas cuantas hebras. Los cabellos se llevaban al edificio donde se guardaban los donativos y se trenzaban en largas y gruesas cuerdas; luego, justo antes del traslado a Kioto, se consagraban todas las donaciones con una elaborada ceremonia religiosa.

A mi mente infantil le pareció que casi todas las personas del mundo acudieron a Nagaoka ese día. Todo el distrito rural cercano y las aldeas vecinas se habían desplazado a las estrechas calles por las que Ishi me llevó de camino al templo. Pero por fin nos situamos en un lugar seguro y me quedé agarrada a su mano mirando con asombro el gran santuario laqueado en dorado y negro colocado en lo alto de un carro de bueyes justo delante de la entrada. Las puertas curvadas estaban abiertas de par en par, mostrando al Buda de rostro tranquilo de pie con las manos cruzadas. Alrededor de la base del santuario, ensanchándose de forma gradual y extendiéndose por encima, había un delicado marco que representaba las nubes de cinco colores del Paraíso. Muchas, muchas flores de loto de oro y plata, rosa, púrpura y naranja se enroscaban entre las nubes talladas y parecían flotar en el aire. Era bellísimo. Los dos bueyes, prestados por los orgullosos granjeros para esta ocasión, estaban casi cubiertos de tiras de seda de colores brillantes que colgaban en largas y revoloteantes serpentinas de los cuernos y los arneses.

De repente, hubo un momento de silencio. Luego, el sonido de una multitud de voces se mezcló con el batir de los gongs y la estridente música del templo.

—¡Mira, Etsu-bo-sama! —dijo Ishi—. El sagrado Buda inicia la gira de agradecimiento. Es la primera vez en muchos años que el santo sale del templo. Hoy es un gran día. —Mientras los bueyes, con esfuerzo, tiraban del yugo de madera y el altar con el Buda dorado comenzaba a moverse, un murmullo bajo, «¡Namu amida Butsu!» (¡Salve, gran Buda!), se respiraba en el aire. Con una profunda reverencia, incliné la cabeza y, juntando las manos, también susurré las palabras sagradas.

Dos largas cuerdas retorcidas de tela púrpura y blanca estaban sujetas al frente de la amplia carreta y llegaban más allá de los bueyes, hasta los sacerdotes que cantaban delante. Estas cuerdas las sostenían las manos ansiosas de muchos hombres y niños y mujeres y niñas, algunas con bebés a la espalda. Vi a una compañera de juegos.

—¡Ishi! Ishi! —grité, tan emocionada que casi le rasgué la manga—. ¡Ahí está Sada-ko-san sujetando la cuerda! ¿Puedo caminar junto a ella y sostener la cuerda también? ¿Puedo?

—Calla, Pequeña Señora. No debes olvidar ser amable. Sí, iré contigo. Tus manitas ayudarán al santo Buda.

Y así fuimos en la procesión Ishi y yo. Nunca en mi vida, tal vez, experimentaré una hora más exaltada que cuando pasamos por aquellas estrechas calles detrás de los solemnes sacerdotes que cantaban con mi mano agarrada a la cuerda de la gran carreta que se balanceaba y crujía y mi corazón lleno de asombro y reverencia.

Casi no recuerdo los servicios de consagración. El nuevo edificio estaba repleto de enormes pirámides de donativos de todo tipo. Colocaron el santuario ante una cortina púrpura con una gran esvástica. Los sacerdotes marchaban, cantando, con magníficas túnicas y rosarios de cristal alrededor de sus manos unidas. Sentía la fragancia del incienso, el sonido de los suaves tambores del templo y, por todas partes, se oía, en murmullos, «¡Namu amida Butsu!».

Solo una cosa de la gran sala permanece en mi memoria. En una plataforma frente al altar, con el sagrado Buda justo encima, estaba la enorme bobina de cuerda negra como el azabache hecha con el pelo de miles de mujeres. Mi mente se remontó al día en que creí ver a tantas viudas en la calle y a nuestras sirvientas con sus escasos cabellos peinados sobre coronillas calvas, y luego, con una punzada de humillación, recordé el día en que se envió nuestra propia ofrenda, pues junto a los largos y lustrosos mechones de mi hermana había uno más corto que se curvaba en feas y mortificantes ondas.

Incluso después de todos estos años, siento un poco de lástima por la niña que fui cuando recuerdo cuántas amargas pruebas tuvo que soportar a causa de su cabello ondulado. El cabello rizado no era admirado en Japón, así que, aunque era más joven que mis hermanas, el día del peinado, que llegaba tres veces en diez días, me ponían al cuidado de la peluquera en cuanto esta entraba en casa. Esto era inusual, ya que la mayor siempre debe ser atendida primero. Después del champú, me empapaba el pelo con té caliente casi hirviendo mezclado con algún tipo de aceite endurecedor. Luego me lo recogía lo más apretado posible y lo ataba mientras atendía a las demás. Para entonces, mi cabeza estaba rígida y las cejas levantadas, pero el pelo estaba liso, por el momento, y podían peinarlo con facilidad en dos brillantes coletas atadas con un cordón pulido, que era el estilo apropiado para mí. Desde que tuve uso de razón, siempre me tumbaba con cuidado sobre mi almohadita de madera por la noche, pero a la mañana siguiente seguro que tenía contracturas en el cuello y una sospechosa curva en los bucles de la parte superior de la cabeza. ¡Cómo envidiaba las largas y rectas melenas de las damas de la corte en el cuadro de rollo que colgaba en mi habitación!

Una vez me rebelé y contesté a mi niñera, que intentaba consolarme durante una de estas sesiones. La amable Ishi me perdonó enseguida, pero Madre me oyó y me llamó a su habitación. Recuerdo que yo estaba un poco hosca cuando me incliné y me senté ante su cojín, y ella me miró con severidad mientras hablaba.

—Etsu-ko —dijo—, ¿no sabes que el pelo rizado es como el pelo de los animales? La hija de un samurái no debería querer parecerse a una bestia.

Me sentí muy mortificada y no volví a quejarme de la incomodidad del té caliente y el aceite perfumado.

El día de la celebración de mi séptimo año experimenté una humillación tan profunda que todavía me duele pensar en ella. Esta ceremonia es un acontecimiento muy importante en la vida de una niña japonesa, tanto como lo es su fiesta de debut para una joven americana. Invitaron a todas nuestras parientes a una gran fiesta, en la que yo, con un hermoso vestido nuevo, ocupé el lugar de honor. Me habían arreglado el pelo de forma muy elaborada, pero el día era lluvioso y supongo que algunos mechoncitos rebeldes escaparon de su rígida prisión, porque escuché a una de mis tías decir: «Es un vergonzoso desperdicio ponerle un atuendo bonito a Etsu. Solo atrae la atención hacia su pelo feo y retorcido».

¡Cuán profundamente puede sentir una niña! Quería marchitarme hasta la nada dentro del vestido del que había estado tan orgullosa, pero miré al frente y no me moví. Cuando Ishi entró con un poco de arroz y me miró, vi el dolor en sus ojos y supe que lo había escuchado.

Esa noche, cuando vino a desvestirme, no se había quitado la pañoleta azul y blanca que todas las sirvientas japonesas llevan sobre el pelo cuando están trabajando. Me sorprendió, porque no es de buena educación presentarse ante un superior con la cabeza cubierta, e Ishi siempre era cortés. Pronto descubrí la verdad. Había ido al templo en cuanto terminó la cena y, tras cortar su espléndida melena lisa, la había depositado ante el santuario, rogando a los dioses que me transfirieran su cabello. ¡Mi buena Ishi! Mi corazón le agradece todavía su sacrificio lleno de afecto.

¿Quién diría que Dios no se apiadó del esfuerzo ignorante y amoroso de esa alma sencilla para salvar de la humillación a la niña que amaba? En cualquier caso, su oración fue atendida cuando, en años posteriores, la mano del destino dirigió mis pasos hacia una tierra en la que mis rizos ya no me causaban ni pena ni vergüenza.

 

 

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 DÍAS DE KAN

 

Cuando yo era niña no existía el preescolar, pero mucho antes de que pudiera empezar en la nueva escuela de después-del-sexto-cumpleaños ya había adquirido una buena base para el posterior estudio de la historia y la literatura. Mi abuela era una gran lectora y durante las tardes de encierro de los largos y nevados inviernos, los niños pasábamos mucho tiempo alrededor de su brasero, escuchando sus narraciones. De este modo me familiaricé, cuando era muy joven, con nuestra mitología, con las vidas de los más grandes personajes de Japón y con las tramas de muchas de nuestras mejores novelas. También aprendí mucho de los viejos dramas clásicos en sus labios. Mi hermana recibió la educación habitual para las niñas, pero la mía se planificó de forma diferente porque se suponía que estaba destinada a ser una sacerdotisa. Yo había nacido con el cordón umbilical enroscado en el cuello como el rosario de un sacerdote, y era una superstición común en aquellos días que esto era una orden directa de Buda. Tanto mi abuela como mi madre lo creían sinceramente, y como en un hogar japonés el gobierno de la casa y de los niños se deja en manos de las mujeres, mi padre cedió ante el ferviente deseo de mi abuela de que me educara para ser una sacerdotisa. Sin embargo, eligió como maestro a un religioso que conocía, un hombre muy erudito, que dedicó poco tiempo a enseñarme las formas de culto del templo, pero me instruyó a conciencia en la doctrina de Confucio. Esta doctrina se consideraba el fundamento de toda la cultura literaria y mi padre la tenía por la enseñanza moral más elevada de la época.

Mi maestro venía siempre en los días con tres y siete, es decir, el tercero, el séptimo, el decimotercero, el decimoséptimo, el vigésimo tercero y el vigésimo séptimo. Esto se ajustaba a la costumbre de nuestro calendario lunar de dividir los días en decenas en lugar de en grupos de siete, como se hace en el calendario solar. Disfrutaba mucho de mis clases. La majestuosidad de mi profesor, la ceremonia de sus modales y la rígida obediencia que se me exigía apelaban a mi instinto dramático. Además, el entorno era muy impresionante para mi mente infantil. El día de mis lecciones, la sala estaba siempre preparada con especial cuidado, y cuando entraba, veía siempre la misma imagen. Ahora cierro los ojos y todo es tan claro como si lo hubiera visto hace una hora.

La habitación era amplia y luminosa y estaba separada del porche del jardín por una hilera de puertas correderas de papel atravesadas por esbeltos barrotes de madera. Las alfombras de paja con bordes negros eran de color crema por el paso del tiempo, pero inmaculadas, sin rastro de polvo. Había libros y un escritorio, y en el camarín sagrado colgaba un cuadro en rollo de Confucio. Delante de él había un pequeño soporte de madera de teca del que se elevaba una ondulante voluta de incienso. A un lado estaba sentado mi maestro, con su túnica gris cayendo en líneas rectas y dignas sobre sus rodillas dobladas, una banda de brocado de oro sobre su hombro y un rosario de cristal alrededor de su muñeca izquierda. Su rostro estaba siempre pálido y sus ojos profundos y serios bajo el gorro sacerdotal parecían pozos de suave terciopelo. Era el hombre más gentil y piadoso que jamás vi. Años después, demostró que un corazón santo y una actitud progresista pueden escalar juntos, pues fue excomulgado del templo ortodoxo por defender una doctrina reformista que unía las creencias del budismo y el cristianismo. Ya fuera por accidente o por designio, este sacerdote de mente abierta fue el maestro elegido para mí por Padre, de pensamiento libre aunque conservador.

Mis estudios se basaron en los textos destinados solo a los varones, ya que era muy poco habitual que una chica estudiara los clásicos chinos. Mis primeras lecciones fueron de los cuatro libros de Confucio, que son Daigaku. Gran aprendizaje, que enseña que el uso sabio del conocimiento conduce a la virtud; Chuyo. El centro inmutable, que trata de la inalterabilidad de la ley universal; y Rongo y Moshi, que son la autobiografía, anécdotas y dichos de Confucio, recogidos por sus discípulos.

Yo solo tenía seis años y, por supuesto, no sacaba ni una sola idea de esta pesada lectura. Mi mente se llenaba de muchas palabras en las que se escondían grandes pensamientos, pero que no significaban nada para mí entonces. A veces sentía curiosidad por un concepto que solo había entendido a medias y le preguntaba a mi maestro el significado. Y siempre respondía lo mismo: «La meditación desenredará los pensamientos de las palabras» o «La lectura cien veces revela el significado».

Una vez me dijo:

—Eres demasiado joven para comprender los profundos libros de Confucio.

Esto era cierto, pero me encantaban las lecciones. Había como una cadencia rítmica en las palabras sin sentido, como música, y aprendí fácilmente página tras página, hasta que asimilé todos los pasajes importantes de los cuatro libros y pude recitarlos como un niño lo hace con el soniquete sin sentido de un juego de cuentas. Sin embargo, esas horas de trabajo no fueron en vano. En los años siguientes, las espléndidas reflexiones del gran filósofo se fueron abriendo paso poco a poco y, a veces, cuando un pasaje bien memorizado aparece en mi cabeza, su significado resplandece como un repentino rayo de sol.

Mi sacerdote-profesor enseñaba estos libros con la misma reverencia con la que enseñaba su religión, es decir, dejando de lado todo pensamiento de comodidad mundana. Durante mis lecciones se veía obligado, a pesar de su humilde deseo, a acomodarse en el grueso cojín de seda que le traía el criado, pues la posición de instructor era demasiado venerada como para que se le permitiera sentarse al mismo nivel que su alumno, pero a lo largo de las dos horas de clase no se movía ni un milímetro, salvo sus manos y sus labios. Y yo permanecía ante él en la estera en una posición igualmente correcta e inmutable.

Una vez me moví. Fue en medio de una lección. Por alguna razón estaba inquieta y me balanceé un poco, permitiendo que la rodilla doblada se deslizara un poco del ángulo adecuado. La más leve sombra de sorpresa cruzó el rostro de mi instructor; luego, en silencio, cerró su libro y me dijo con suavidad pero con aire severo:

—Pequeña Señora, es evidente que tu actitud mental de hoy no es adecuada para el estudio. Deberías retirarte a tu habitación y meditar.

Mi corazoncito estaba casi muerto de vergüenza. No había nada que pudiera hacer. Me incliné con humildad ante la imagen de Confucio y luego ante mi maestro, salí con respeto de la habitación y me dirigí muy despacio a Padre para informarle, como siempre hacía, al final de mi clase. Él se sorprendió, ya que aún no se había acabado el tiempo, y su comentario inconsciente —«¡Qué rápido has hecho tu trabajo!»— fue como un golpe de gracia. El recuerdo de ese momento duele como un moretón hasta el día de hoy.

Como la ausencia de comodidades mientras se estudiaba era la costumbre de los sacerdotes y los maestros, por supuesto que todos los de menor rango llegaban a sentir que la penuria del cuerpo significaba la inspiración de la mente. Por esta razón, mis estudios se organizaron a propósito para que las lecciones más duras y las horas más largas tuvieran lugar durante los treinta días de pleno invierno, los más fríos del año. La novena jornada se considera la más severa, por lo que se esperaba que en ese día fuéramos muy aplicados en nuestro estudio.

Recuerdo bien un noveno día cuando mi hermana tenía unos catorce años. Se estaba preparando para casarse, por lo que la tarea elegida para ella era coser. La mía era la caligrafía. En aquella época se consideraba uno de los estudios más importantes para la cultura. No era tanto por su arte —aunque es cierto que el trazarla ejerce la misma intensa fascinación artística que la pintura de cuadros—, sino que se creía que el mayor entrenamiento en el control mental provenía de la práctica paciente de los complicados trazos de la escritura de caracteres. Un estado mental descuidado o perturbado siempre se revela en el intrincado sombreado de los ideogramas, ya que cada uno de ellos requiere una firmeza y precisión absolutas. Así, con la guía cuidadosa de la mano nos enseñaban a los niños a mantener controlada la mente.

Con el primer rayo de sol de ese noveno día, Ishi vino a despertarme. Hacía mucho frío. Me ayudó a vestirme y luego reuní los materiales para mi trabajo, ordenando las grandes hojas de papel en una pila sobre mi escritorio y limpiando con cuidado cada artículo de mi caja de tinta con un pedazo de seda. La reverencia por el aprendizaje era tan fuerte en Japón en aquella época que incluso las herramientas que utilizábamos se consideraban casi sagradas. Se suponía que ese día debía hacerlo todo sola, pero mi amable Ishi revoloteaba a mi alrededor, ayudándome en todo lo que podía sin llegar a hacer el trabajo ella misma. Al final, salimos al porche que daba al jardín. La nieve era profunda. Recuerdo el aspecto del bosquecito de bambúes, con sus copas tan colmadas de blanco que parecían paraguas. Una o dos veces, un agudo crujido y una gran y suave nube de nieve que se elevaba hacia el cielo gris indicaban que un tronco se había quebrado bajo su demasiado pesada carga. Ishi me subió a la espalda y, tras meter los pies en sus botas, caminó por ella lentamente hasta donde yo podía alcanzar la rama baja de un árbol, de la que tomé un puñado de nieve pura e intacta, recién caída. La derretí para hacer la tinta en mi estudio de caligrafía. Debería haber caminado por la nieve para conseguirla yo misma, pero Ishi lo hizo por mí.

Como la ausencia de comodidades significaba inspiración mental, por supuesto que escribía en una habitación sin fuego. Nuestra arquitectura es de origen tropical, por lo que la falta del pequeño brasero de carbón hacía que la temperatura se igualara con la del exterior. La escritura de caracteres japoneses es un trabajo lento y cuidadoso. Aquella mañana me congelé los dedos sin saberlo hasta que miré hacia atrás y vi a mi buena niñera llorar mientras observaba mi mano morada. El adiestramiento de los niños, incluso de mi edad, era estricto en aquellos días, y ni ella ni yo nos movimos hasta que terminé mi tarea. Entonces Ishi me envolvió en un gran kimono acolchado que había calentado y me llevó a toda prisa a la habitación de mi abuela. Allí encontré un cuenco de gachas de arroz humeante y dulce hecho con sus propias manos. Metí las frías rodillas bajo la suave y gruesa colcha que cubría el brasero hundido en el suelo y me bebí las gachas mientras Ishi me frotaba con nieve la mano rígida.

Por supuesto, nadie ponía en duda la necesidad de esta rígida disciplina, pero creo que, como era una chiquilla delicada, a veces le causaba inquietud a Madre. Una vez entré en la habitación donde ella y Padre estaban hablando.

—Honorable Esposo —decía ella—, a veces me atrevo a preguntarme si los estudios de Etsu-bo no son un poco severos para una niña no demasiado fuerte.

Padre me acercó a su cojín y apoyó la mano con afecto en mi hombro.

—No debemos olvidar, Esposa —respondió—, la enseñanza de un hogar samurái. La leona empuja a su cría por la escarpadura y la ve ascender despacio desde el valle sin un signo de piedad, aunque su corazón se duele por la pequeña criatura. Solo así puede ganar fuerza para su trabajo en la vida.

El hecho de que tuviera la formación y los estudios de un varón fue una de las razones por las que mi familia adquirió la costumbre de llamarme Etsu-bo. La terminación bo se utiliza para un nombre masculino y ko, para uno femenino. Aunque mis lecciones no se limitaron a las de un chico. También aprendí todos los conocimientos domésticos que enseñaban a mis hermanas: coser, tejer, bordar, cocinar, arreglar flores y la complicada etiqueta de la ceremonia del té.

Sin embargo, mi vida no era todo lecciones. Pasé muchas horas felices jugando. Con el orden convencional del viejo Japón, los niños teníamos ciertas diversiones para: los días cálidos y húmedos del comienzo de la primavera, las tardes crepusculares del verano, la crujiente y fragante época de la cosecha y los claros y fríos días de invierno con botas para la nieve. Y creo que disfruté de todos ellos, desde el sencillo pasatiempo de las tardes de invierno de lanzar una aguja enhebrada a un montón de pasteles de arroz para ver cuántos podía enganchar cada uno en el hilo hasta los emocionantes concursos de memoria con nuestras diversas colecciones de cartas de poemas.

También teníamos entretenimientos bulliciosos, en los que un grupo —todas chicas, por supuesto— se reunía en algún gran jardín o en una calle tranquila donde las casas estaban rodeadas por setos de bambú y árboles de hoja perenne. Entonces, jugando a la mujer zorro de la montaña o a la caza del tesoro escondido, corríamos y nos arremolinábamos; gritábamos y chillábamos mientras nos tambaleábamos sobre zancos en el pasatiempo prohibido de los chicos de montar el caballo de bambú de grandes zancadas o saltando a la pata coja.

Pero ninguna diversión al aire libre de nuestros cortos veranos ni ningún juego de interior de nuestros largos inviernos me resultaba tan querido como las historias. Los sirvientes conocían innumerables cuentos de sacerdotes y curiosos chascarrillos que nos habían llegado por el boca a boca de las generaciones pasadas, e Ishi, que tenía la mejor memoria y la lengua más pronta de todos, poseía un fondo inagotable de antiguas y sencillas leyendas. No recuerdo haberme ido a dormir sin que sus incansables labios me contaran algunas aventuras. Los dignos relatos de la Honorable Abuela eran maravillosos, y las felices horas que pasé sentada, con las manos primorosamente cruzadas, en la estera ante ella —pues nunca usaba un cojín cuando ella me hablaba— han dejado recuerdos duraderos y hermosos. Pero con las historias de Ishi todo era diferente. Las escuchaba, cálida y cómoda, acurrucada en los mullidos cojines de mi cama, riendo e interrumpiendo y suplicando «solo una más» hasta que llegaba el inoportuno momento en el que Ishi, riendo pero severa, se acercaba a mi lamparita nocturna, hundía una mecha en el aceite, enderezaba la otra y dejaba caer el panel de papel. Entonces, por fin, rodeada por la pálida y suave luz de la habitación en sombra, tenía que dar las buenas noches y acomodarme en el kinoji, que era la posición adecuada para dormir de toda chica samurái.